La dulce muerte de Euler

Las biografías de muchos matemáticos o científicos relevantes podrían sorprender a más de uno. Baste como ejemplo Galois y su muerte en duelo, al que sin duda habrá que dedicarle un artículo más adelante.
Puede que la vida de Leonhard Euler (1707-1783) no sea épica en absoluto. Eso sí, siempre que descontemos sus prodigiosas facultades mentales, pues se cuenta que su memoria era tal que podía recitar cualquier parte de la Ilíada. Además de ser un genio, Euler era un incansable trabajador, cosa que le llevó a dejarnos un legado que todavía no ha sido superado por matemático alguno. Para hacernos una idea de la magnitud de su obra, la revista de la Academia de San Petersburgo siguió publicando artículos atrasados de Euler hasta 48 años después de su muerte.
Y no es que lo tuviera fácil el bueno de Leonhard. Ya en 1735 se quedó prácticamente ciego del ojo derecho debido a unas fiebres. Para colmo, más tarde padecería cataratas en el ojo sano y terminaría completamente ciego los últimos años de su vida. Sin embargo, eso no frenó su producción matemática. Le leían lo necesario y escribían por él. Le resultaba tan fácil hacer matemáticas como a cualquiera de nosotros hablar sobre el tiempo.

Hace poco me regalaron el libro Euler. El maestro de todos los matemáticos (Dunham, W., 1999). Me permito reproducir aquí el fragmento donde narra el último día de Euler. A punto estuve de llorar al terminar de leer la página en cuestión. La historia de cómo me llegó ese libro también es de las de llorar, pero esa historia necesita un artículo propio.

Euler se casó tres años después de la muerte de su mujer con la hermanastra de ésta, encontrando una compañera con la que compartir sus últimos años, que se extendieron hasta el 18 de septiembre de 1783. Ese día, pasó un rato con sus nietos y luego se puso a trabajar en cuestiones matemáticas relativas al vuelo de los globos, ya que éste era un tema de interés por el reciente ascenso de los hermanos Montgolfier sobre el cielo de París…
Después de comer, Euler hizo algunos cálculos sobre la órbita del planeta Urano, ya que sin duda habría encontrado en el comportamiento del planeta Urano una rica fuente de nuevos problemas. En las siguientes décadas, la peculiar órbita del planeta, analizada a la luz de las ecuaciones que Euler había depurado, llevó a los astrónomos a buscar, y a descubrir, el todavía más distante planeta Neptuno. Si Euler hubiera tenido tiempo hubiera disfrutado del reto de buscar matemáticamente un nuevo planeta.
Pero no iba a tener tal oportunidad. A media tarde de esa típica jornada atareada, tuvo una hemorragia masiva que le provocó la muerte en el acto. Llorado por su familia, por sus colegas de la Academia y por la comunidad científica mundial, Leonhard Euler fue enterrado en San Petersburgo. Sólo entonces se detuvo ese gran motor de las matemáticas.

El libro del que está extraída la cita es una excelente pequeña ventana al mundo de Euler. La única pega, quizá, es que el título en inglés es mucho más contundente: Euler. The Master of Us All (el maestro de todos nosotros).

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Pablo Beltrán-Pellicer
Profesor Titular de Didáctica de las Matemáticas

Universidad de Zaragoza